El frío se colaba por mis ropas y mordía mi piel,
entumeciéndome sin piedad. El viento helador que inundaba el cementerio iba
conquistando cada extremidad de mi cuerpo paulatinamente, y yo no me molesté en
oponer resistencia si eso implicaba dejar de sentir el dolor por un momento.
Porque mientras yo me encontraba en aquel lugar rodeado de
muerte y tristeza, más allá de esos muros una guerra estaba en marcha y a mí ya
me había arrebatado más de lo que nunca podría haber imaginado.
Era una guerra sin nombre, en un lugar cualquiera, en una
época al azar. Nada de eso tenía importancia. Lo único que realmente importaba
era el hecho de que ahí fuera la gente había dejado de ser ciudadanos para convertirse
en los miembros de dos bandos opuestos que luchaban por defender dos verdades
contrarias. Ambos, ilusos de ellos, estaban convencidos de su inminente
victoria, mientras que, en realidad, la única que llevaba las de ganar era la Muerte,
que se paseaba a sus anchas por las calles de la ciudad. Y, por supuesto, a Ella
le daba igual el bando al que perteneciera el difunto cuando se lo llevaba.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral, y yo volví
a fijarme en las lápidas que me rodeaban. Había una en concreto, la que descansaba
frente a mí, que parecía gritarme que reuniera el valor necesario para bajar la
mirada y enfrentarme de nuevo a la realidad. Y yo la obedecí.
“Jem Meyer: hijo, hermano, amigo, soldado de las filas
rebeldes”, rezaba.
Mi garganta se hizo un nudo mientras leía la palabra hermano.
Parecía resaltar sobre las demás, hiriéndome, como si fuera afilada y abriera
cicatrices en mi interior. La culpa volvió a inundar mi pecho, y las lágrimas
me enturbiaron la visión.
Le había prometido que nada malo le pasaría, que la guerra
no acabaría con nosotros, pero no sabía lo equivocada que estaba. Nadie estaba
libre de culpa. Él por dejarse eclipsar por la falsa promesa de fama de la
guerra uniéndose a los Rebeldes. Ellos por armar a un niño de tan sólo trece
años. Yo por no saber nada y haber cometido el error de decirle dónde estaba
Jem a alguien que, sin yo saberlo, era su mayor peligro. Hablo del Capitán Mark
Johnson quién, antes de la guerra era sólo Mark, el chico que siempre había
estado allí para mi familia, que era mi mejor amigo y que había prometido
protegernos a mi hermano y a mí antes de que la guerra empezara. Él sabía que
mi hermano era un rebelde y, una vez que supo dónde encontrarlo, su prioridad
había pasado a ser acabar con lo rebeldes, aunque eso incluyera a mi
hermano.
- No pude protegerte – le confié a la fría lápida -. Pero
me aseguraré de vengarte – las lágrimas me robaron la voz. Tomé aire -. Te
quiero.
No tenía sentido posponerlo más, pensé, así que me dirigí
hacia el cuartel de Mark, con determinación en la mirada y una pistola cargada
en el bolsillo.
Cuando irrumpí en la sala, la sed de venganza era la que
controlaba mis movimientos, mientras que yo había pasado a ser una mera espectadora.
Entre las lágrimas que encharcaban mi mirada vi como la sorpresa en la cara de
Mark desaparecía, para dar paso a una pena fingida con la que le dijo a dos de
sus soldados que me dejaran pasar. Me dejé guiar en silencio hasta una
habitación, concentrada en el calmado pulso que vibraba en mis venas y en el
peso del revolver al caminar.
- Siento lo de tu hermano – mintió cerrando la puesta tras
de sí -. Si hay algo…
- No te molestes – le corté -. Sé que diste la orden para
que le dispararan.
Cuando él guardó silencio, la ira actuó en mi nombre. Cogí
la pistola con soltura y le apunté a la frente. Como si fuera algo normal. Como
si estuviera acostumbrada.
- Pierdes el valor cuando estás al otro lado del cañón,
¿eh?
- No, Caterina, no lo hagas. Compréndeme. Era mi deber y…
- Tenía trece años, Mark. ¡Trece! Era sólo un niño y tú lo
mataste.
- No apretarás ese gatillo, Caterina – el color había
desaparecido de su cara -. No eres capaz.
- ¿Ah, no? – esbocé una sonrisa rota -. Dile a mi hermano que
le quiero.
No cerré los ojos. No aparté la vista. Dejé que los
últimos segundos de vida del asesino de mi hermano se me quedaran grabados en
la retina, mientras apretaba el gatillo del revólver sin vacilar. La vida se le
escapó por el agujero de salida de la bala, manchando la pared detrás de él. Su
cuerpo sin vida se tambaleó y cayó hacia delante, como una hoja marchita
cayendo al suelo.
Solté el arma. Había sido rápido. Fácil. Casi tanto como respirar.
Me dejé caer al suelo, sin fuerzas algunas que me
sostuvieran, y rompí a llorar, mis hombros convulsionándose con fuerza. Los
soldados habrían oído el disparo, no tardarían en venir, pensé.
Y, por sorprendente que pareciese, a mí no me importaba.
Alkajdfajsdgjklasjdlg. Jo-der. ¿Sabes? Me has enganchado. Me has dejado pegada a la pantalla, y hasta que no he terminado de leer no me he apartado de ella. Me ha encantado. Escribes genial, así que te sigo desde ahora mismo :) Me encantan este tipo de relatos. Dolorosos, fríos, duros. Me encanta, en serio.
ResponderEliminar¡Un beso!
*____* Muchas gracias, de verdad. :) Me encanta que te haya gustado. ¡Un beso!
Eliminar