domingo, 27 de mayo de 2012

Venganza

El frío se colaba por mis ropas y mordía mi piel, entumeciéndome sin piedad. El viento helador que inundaba el cementerio iba conquistando cada extremidad de mi cuerpo paulatinamente, y yo no me molesté en oponer resistencia si eso implicaba dejar de sentir el dolor por un momento.
Porque mientras yo me encontraba en aquel lugar rodeado de muerte y tristeza, más allá de esos muros una guerra estaba en marcha y a mí ya me había arrebatado más de lo que nunca podría haber imaginado.
Era una guerra sin nombre, en un lugar cualquiera, en una época al azar. Nada de eso tenía importancia. Lo único que realmente importaba era el hecho de que ahí fuera la gente había dejado de ser ciudadanos para convertirse en los miembros de dos bandos opuestos que luchaban por defender dos verdades contrarias. Ambos, ilusos de ellos, estaban convencidos de su inminente victoria, mientras que, en realidad, la única que llevaba las de ganar era la Muerte, que se paseaba a sus anchas por las calles de la ciudad. Y, por supuesto, a Ella le daba igual el bando al que perteneciera el difunto cuando se lo llevaba.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral, y yo volví a fijarme en las lápidas que me rodeaban. Había una en concreto, la que descansaba frente a mí, que parecía gritarme que reuniera el valor necesario para bajar la mirada y enfrentarme de nuevo a la realidad. Y yo la obedecí.
“Jem Meyer: hijo, hermano, amigo, soldado de las filas rebeldes”, rezaba.
Mi garganta se hizo un nudo mientras leía la palabra hermano. Parecía resaltar sobre las demás, hiriéndome, como si fuera afilada y abriera cicatrices en mi interior. La culpa volvió a inundar mi pecho, y las lágrimas me enturbiaron la visión.
Le había prometido que nada malo le pasaría, que la guerra no acabaría con nosotros, pero no sabía lo equivocada que estaba. Nadie estaba libre de culpa. Él por dejarse eclipsar por la falsa promesa de fama de la guerra uniéndose a los Rebeldes. Ellos por armar a un niño de tan sólo trece años. Yo por no saber nada y haber cometido el error de decirle dónde estaba Jem a alguien que, sin yo saberlo, era su mayor peligro. Hablo del Capitán Mark Johnson quién, antes de la guerra era sólo Mark, el chico que siempre había estado allí para mi familia, que era mi mejor amigo y que había prometido protegernos a mi hermano y a mí antes de que la guerra empezara. Él sabía que mi hermano era un rebelde y, una vez que supo dónde encontrarlo, su prioridad había pasado a ser acabar con lo rebeldes, aunque eso incluyera a mi hermano. 
- No pude protegerte – le confié a la fría lápida -. Pero me aseguraré de vengarte – las lágrimas me robaron la voz. Tomé aire -. Te quiero.
No tenía sentido posponerlo más, pensé, así que me dirigí hacia el cuartel de Mark, con determinación en la mirada y una pistola cargada en el bolsillo.
Cuando irrumpí en la sala, la sed de venganza era la que controlaba mis movimientos, mientras que yo había pasado a ser una mera espectadora. Entre las lágrimas que encharcaban mi mirada vi como la sorpresa en la cara de Mark desaparecía, para dar paso a una pena fingida con la que le dijo a dos de sus soldados que me dejaran pasar. Me dejé guiar en silencio hasta una habitación, concentrada en el calmado pulso que vibraba en mis venas y en el peso del revolver al caminar.
- Siento lo de tu hermano – mintió cerrando la puesta tras de sí -. Si hay algo…
- No te molestes – le corté -. Sé que diste la orden para que le dispararan.
Cuando él guardó silencio, la ira actuó en mi nombre. Cogí la pistola con soltura y le apunté a la frente. Como si fuera algo normal. Como si estuviera acostumbrada.
- Pierdes el valor cuando estás al otro lado del cañón, ¿eh?
- No, Caterina, no lo hagas. Compréndeme. Era mi deber y…
- Tenía trece años, Mark. ¡Trece! Era sólo un niño y tú lo mataste.
- No apretarás ese gatillo, Caterina – el color había desaparecido de su cara -. No eres capaz.
- ¿Ah, no? – esbocé una sonrisa rota -. Dile a mi hermano que le quiero.
No cerré los ojos. No aparté la vista. Dejé que los últimos segundos de vida del asesino de mi hermano se me quedaran grabados en la retina, mientras apretaba el gatillo del revólver sin vacilar. La vida se le escapó por el agujero de salida de la bala, manchando la pared detrás de él. Su cuerpo sin vida se tambaleó y cayó hacia delante, como una hoja marchita cayendo al suelo.
Solté el arma. Había sido rápido. Fácil. Casi tanto como respirar.
Me dejé caer al suelo, sin fuerzas algunas que me sostuvieran, y rompí a llorar, mis hombros convulsionándose con fuerza. Los soldados habrían oído el disparo, no tardarían en venir, pensé.
Y, por sorprendente que pareciese, a mí no me importaba.  

2 comentarios:

  1. Alkajdfajsdgjklasjdlg. Jo-der. ¿Sabes? Me has enganchado. Me has dejado pegada a la pantalla, y hasta que no he terminado de leer no me he apartado de ella. Me ha encantado. Escribes genial, así que te sigo desde ahora mismo :) Me encantan este tipo de relatos. Dolorosos, fríos, duros. Me encanta, en serio.
    ¡Un beso!

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    1. *____* Muchas gracias, de verdad. :) Me encanta que te haya gustado. ¡Un beso!

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